El principio de “Tratar a los demás
como uno quiere ser tratado”, es sin duda la más elevada norma
moral que puede proponerse el ser humano, y no en vano es la regla de oro propuesta en
numerosas religiones. Su propia enunciación no debiera dar lugar a dudas, aunque nunca
faltan los amigos de las sofisticaciones intelectuales que puedan cuestionar el enunciado, argumentando
que daría lugar a que cada cual proyecte sobre otros su propia subjetividad de
lo que es tratarse bien. Tal relativismo intelectual no es más que la consecuencia de
una interpretación meramente formal del principio, como también puede ser formal muchas
veces su intento de aplicación.
Podríamos decir que este principio, contiene a la vez la
moral del para-si y la moral del para-otro, incluyéndolas en un mismo acto en
el que uno se humaniza humanizando a otros.
Porque cuando alguien se somete, ya sea
por temor, o por autocensura, a la moral externa, y así
su acción externa termina siendo aparentemente buena para otros, tal externalidad
del acto oprime al actor, quien se cosifica y se anula como ser, al volverse
reflejo de lo externo.
Y simultáneamente cosifica y deshumaniza a los demás, al relacionarse con ellos como
meros cancerberos de su prisión de moral externa.
A su vez, quien en nombre de su propia
“libertad”, maltrata a otros por autoafirmarse en sus propias
compulsiones individuales, o es indiferente ante el maltrato de otros, compenetrado en
su egoísta individualismo. Entonces, está cosificando a otros, y los está deshumanizando,
como si fueran meras prótesis de su voluntad, y a la vez se está deshumanizando
a sí mismo, al autoafirmarse en su naturaleza darviniana, y no su intencionalidad
humana.
Queda claro entonces que la aplicación de este principio,
requiere de un constante interactuar entre el contacto con lo humano en uno, y
lo humano del otro. Necesariamente debo atender mi
interior y debo atender al otro. Esa atención permite una reactualización permanente en
la estructura de la memoria, de la imagen de mí mismo y de la imagen del otro; imágenes que
desde luego no son neutras, sino que tienen cargas emocionales.
Es claro que aquello de “ponerse en el
lugar del otro”, no es posible de manera literal, ya que no puedo
registrar lo que el otro está registrando; pero sí puedo captarlo a través de indicadores, a
veces notorios, a veces sutiles, en tanto y en cuanto esté atento al otro, y no enfrascado en
mis compulsiones, para lo cual a la vez debo estar atento a mi interior. De ese modo, me
represento que estoy en el lugar del otro, y entonces puedo conectar con una sensibilidad
que si bien es propia (por eso la puedo sentir), la reconozco también en el
otro, y esa
coincidencia me pone en sintonía con lo humano de ambos. Esa sintonía con lo
humano de ambos, es lo
que me permite encontrar, para cada particular situación, el modo de actuar de acuerdo al
principio. Es esa sintonía la que me permite tratar al otro como quiero ser
tratado, y no un manual de
instrucciones. Y esa sintonía me humaniza a mi, humanizando al otro, porque todo ocurre
dentro mío, aunque desde luego tenga consecuencias afuera, mediante acciones o gestos.
Se podría argumentar, que si ese
registro que tengo de la humanidad del otro, pasa a ser parte de mis
representaciones, y es una reelaboración interna en memoria, con los nuevos datos sensoriales
que la actualizan, no deja de ser una visión ilusoria de la realidad. Tan ilusoria como
otras, en todo caso, desde una concepción solipsista. Pero la clave está en que, esa
intencionalidad que debo poner para observar mi interior, porque busco registros
de coherencia y
unidad, me permite irme ubicando en otros espacios internos, desde los cuales
mi observación del
otro también se torna más sutil y sensible. Y esa búsqueda de coherencia interna, solo
es compatible con la visión humanizadora sobre el otro, y el correspondiente trato. Es
decir, que se va levantando el nivel en el modo de relacionarme con el mundo, y
me voy acercando a
una experiencia más estructural de lo que es el interior y lo que es el
exterior. Una concepción
más fenomenológica, si se quiere.
Seguramente que el ejercicio de
“ponerse en el lugar del otro”, eso de intentar sentir lo que siente, si
se intentara no desde la doble atención (interna y externa), sino desde un ensimismamiento
en las propias representaciones internas, podría terminar en conductas bastante
desatinadas. Como el caso de esos obsesivos que creen
ver en otros significados que proyectan desde
su interior. Por eso es importante que el verdadero motor en todo esto sea la búsqueda de esa
coherencia interna, de esa unidad, que se construye en la dinámica de relación con
el mundo.
El tema es, cómo se puede poner en
marcha esa intención, a través de una propuesta moral. Porque
posiblemente alguien que busque su unidad interna, de hacerlo con dedicación, llegaría a
sintonizar con la Regla de Oro, aunque nunca la hubiese escuchado. Y a su vez
pasa, que muchos de
quienes la han escuchado, aunque la consideren apropiada, no la internalizan como para
sentir la necesidad interna de aplicarla, como acto de unidad.
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